sábado, 1 de septiembre de 2012

Lluvia de abril


Hola. Son las 2:38 minutos de la madrugada del primer día de septiembre del 2012. Esta es mi segunda entrada en este blog que ya hace unos cuantos meses creé. Hace más de dos años que comencé una novela que aún no he culminado, que no está ni cerca de culminar y que no he intentado culminar. El principal escenario es la Universidad de Oriente del estado Anzoátegui, y solo se trata de la aburrida vida de una joven desmotivada (que evidentemente soy yo) que se topa con el alma de un joven que desea vivir. En este capítulo no hay ni rastro de ello, pero hasta el momento es mi favorito.

         Cabe destacar que soy una escritora frustrada, con poca experiencia, poco talento y que ha olvidado muchas normas a la hora de escribir; no ha sido revisado minuciosamente ni corregido, pero espero que sea de agrado a quien lo lea.

Nombre provisional:
El alma extraviada.

Capítulo 4: Lluvia de Abril (Fragmento).


 (...)


      Cuando estaba por subir la pasarela, me detuve para despedirme.

— Bueno, yo subo por acá…

— Yo también.

— ¿Ttttomaras bus?

— ¿Por qué no lo haría?

— ¿No es Lecherías?

— Ahorita no.

— Ah…

      Mientras cruzábamos el puente destartalado comenzaron a caer las primeras gotas del cielo. Suspiré un poco, y al ver aquello, me preguntó:

— ¿Ahora no te irás?

— Sí me iré, pero… Es que, ay, odio la lluvia.

— Vaya, eso es raro.

— Todos dicen eso – suspiré de nuevo – La odio más cuando es así. Lluvia con Sol caliente y cielo nublado. Más calor… me gusta el calor, pero no con la lluvia.

— Umm, es algo complejo, ¿no crees?

      No dijo nada más hasta que estábamos por bajar el primer tramo de escaleras, ya al otro lado de la calle.

— ¿Por qué no te gusta? – me preguntó, y por primera vez en mi vida sentí un nudo en la garganta al intentar responder eso. Era uno de mis días malos, y estaba lloviendo. Estaba lloviendo y yo había lloriqueado.

— Me deprime – sonreí amargamente.

      Él guardó silencio, y me demolió su siguiente pregunta:

— ¿Llorabas por el tiempo?

— No por el tiempo al que tú te refieres – le dije, intentando evitar una conversación sobre mi tristeza.

— Dejaste que lo interpretara así…

— Pero no es así. Es… tonto y complicado.

— Tonto y complicado, como que no te guste la lluvia.

— Me complico pues.

— Llueve más fuerte – dijo, casi riéndose – Y te has enojado.

— ¡Claro que no!

      Bajé los últimos tres escalones que faltaban para llegar al suelo de la acera. Había tres chicos en la parada, cosa rara para aquella hora. Al mediodía era muy difícil encontrar un bus con asientos libres, pero ese día no habría mucho problema.

— ¿Cómo se llega a Lecherías?

— Depende de a qué parte vayas… ¿Por qué? ¿Cambiarás las vacaciones en Cumaná?

— Curiosidad. No sé cómo llegar, y creo que ya te diste cuenta.

— Hay carritos. Hay buses que dicen Vistamar. Esos van por esos lados.

— Ah, eso lo había escuchado.

— Entonces sí sabías.

— Aún no lo sé.

      Me miró de manera escéptica. De seguro pensó que por alguna absurda razón le mentía, pero si aquello era cierto o no, no era su problema. Tenía el cabello un tanto mojado ya, aunque solo caían gotas veloces y diminutas, y a pesar del calor que traían, el momento no era tan desagradable: un delicioso olor a tierra mojada perfumaba el ambiente y al menos algunos rayos del Sol se colaban entre las nubes. Yo esperaba un autobús con asientos pacientemente, viendo pasar por la carretera los autos a toda velocidad.

— ¿Por qué…? – escuché - ¿Qué materias inscribirás?

— Química Analítica, Matemáticas tres, programación…

— Ah, la tres es fuerte.

— Ni tanto.

— ¿Ya la viste?

— Algo así.

— ¿Algo así cómo? ¿La retiraste?

— No, fui muy orgullosa- lo miré, y fingiendo mi mejor sonrisa me atreví a continuar – Por eso… - y me retracté.

— Ah, a mí me tocaba ver la cuatro este semestre, pero el profesor del intensivo no cargó mi nota…y no era de acá…

— Oh, qué mal.

— Cuando reaccioné este semestre, la había reprobado…

— Lo siento. Sé qué se siente.

— Pero no es tan grave. Hay solución – hizo una pausa y se metió las manos en los bolsillos delanteros de su pantalón – No es para llorar…

      Como esas veces en que escuchas mal y respondes mal, y también como cuando escuchas bien y respondes mal. Mi reacción fue tan inmediata que no medité ni una palabra, y le dije:

— Yo no lloraba por eso.

      Me arrepentí al instante y disimulé cuanto pude para que mi encogimiento no se notara. Me había puesto en ridículo yo sola por segunda vez en menos de media hora. No me atreví a escrutar su expresión, pues pensé que sería la mejor forma de evitar otro auto-bochorno. Solo miré la carretera y la pantalla del celular varias veces, rogando mentalmente que no se burlara de mí o que no fuera muy cruel con su respuesta. Mi día no podía empeorar luego de haber conseguido calmar la tristeza.

— Captas muy rápido las indirectas.

      No fue tan grave. Respiré profundamente y le respondí:

— Para nada, en realidad.

— Deberías usar la pasarela como techo, ya que no te gusta la lluvia.

— Soy inmune a la gripe – no mentí – Muchas gracias igual.

— Umm…

      Siguió con las manos en los bolsillos, y miró a otro lado, como admirando el paisaje. Cuando vi su rostro de nuevo, hice esfuerzos sobrehumanos por no reírme: parecía que pensaba decir algo pero no se decidía, y era muy malo para ocultarlo. Nuestras miradas se cruzaron y sus ojos tan extrañamente grises me deslumbraron a tal punto que, nerviosa, se me escapó, entre risitas:

— ¿Qué?

— ¿Qué de qué? – expandió sus ojos en forma encantadora, y yo me reí.

— ¿Qué de qué de qué?

      Definitivamente no se me daba eso de disimular.

— ¿Nunca te han llamado acelerada?

— ¡Por supuesto!

      Y rompimos en una risa que me llenó el corazón de alegría. No se me daba lo de disimular, era cierto, pero creo que era buena para interpretar sus gestos.

— Lo hiciste tres veces seguidas. ¡La última fue el colmo!

— Lo sé, lo sé, ¡no puedo evitarlo! Suelo pasar pena por eso… Una vez un profesor de matemática preguntó si habíamos visto clases los sábados en cursos Básicos, y yo pensé que se refería a desde que entramos en la universidad, y aún con dudas, quién sabe por qué, alcé la mano y el profesor me preguntó: “¿Qué materia?”, y le respondí: “Ah, química, en el primer semestre” y casi tuve que taparme la cara cuando el profesor dijo que se refería solo a este semestre – al igual que en mi anécdota, no sé por qué no pude callarme – Pensé que nadie prestaría atención a eso, pero mis amigas aún se ríen de eso…

— Ja, ja, ja – se rió y me miró como se suele mirar a una persona cuando miente – Ahora te adelantaste a responder mi pregunta antes que la formulara. Umm, lo tuyo es un caso grave.

— Ah, también fue mi profesor de Matemáticas de este semestre, respondiendo a tu pregunta de nuevo – dije, para sorprenderlo.

— No iba a preguntarte eso… Ya lo suponía.

— Ah, diantres.

— No has entendido la moraleja.

— ¿No ser acelerada?

— Y no contar a extraños las vergüenzas que has pasado. Nunca se sabe si se le da la oportunidad de utilizarlo contra ti.

— Y pensar antes de responder cualquier cosa – agregué.

      Vi que venía un autobús sin personas paradas, y me acerqué a su parada por si quedaban pocos puestos disponibles, no entrar de última. Cuando se detuvo, me dispuse a entrar, pero noté que Sanzonetti no tenía intención de hacerlo.

— ¿No vienes?

— Espero otro… Éste no me sirve – me dijo.

— Ah, bueno… Gracias – y me senté en un puesto cercano a la puerta.

      Mientras esperaba que los demás entraran, evité mirarlo ya que los chicos suelen malinterpretarlo. Sin embargo, tocó mi ventana desde afuera parado en las orillas de la acera, y cuando obtuvo mi atención dijo:

— La cuarta moraleja es: “No llorar porque ha empezado a llover. Disfrutar de los beneficios de la lluvia” – paró al pensar que el bus arrancaría- Y luego secarse, creo.

     Recrear cada detalle de la conversación que tuvimos sería un logro para mí, y más cuando mis deseos de comprimir mi capacidad para recordar parecían estar haciéndose realidad. Su belleza física había sido de manera fugaz su atributo más atrayente, su andar lento y despreocupado llegó a fascinarme mucho más que las veces anteriores en que casi me sentía como una espía mirándolo de reojo. Pero indudablemente, ni eso pudo igualar sus generosas palabras, la forma tan común y única a la vez en que las pronunciaba. Hacía mucho tiempo que alguien tan normal no lograba anonadarme de aquella manera, y esa reflexión se mantuvo en mi mente como la teoría estudiada con detenimiento para un examen durante los minutos que caminó a mi lado.

      No pude hacer más que dedicarle una sonrisa de agradecimiento por aquel consejo metafórico. El vehículo se puso en movimiento y yo agité mi mano para despedirme, aun sin saber si me había visto.

      Me alegraba tener el asiento con la ventana, pues tardaría unos quince minutos en llegar a mi parada. La lluvia mantenía su ritmo suave y disperso, y no me di cuenta cuando dejaron de correr gotas en el vidrio. Miré al cielo y una ola de luz solar iluminó el triste clima y lejos, sobre las montañas, caía un arco iris verticalmente tan tenue que me inspiró más tranquilidad. Mi última hora de este semestre tan decepcionante no había podido ser más reconfortante.